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Reflexiones

Donde murió la promesa...brotó mi raíz

Author

Evelyn García

Date Published

Sentada en mi cama, observaba el caos a mi alrededor. Las cajas a medio hacer, las maletas llenas de ropa que debían estar listas para mi viaje de verano, y el apartamento estudio, mi hogar por el último año y medio, ya casi vacío. Todo me abrumaba. Me decía a mí misma que merecía un descanso, descanso que sabía no debía tomar porque el tiempo no estaba a mi favor… pero, sin embargo, ahí estaba. Detenida. Silenciosa. Mirando el vestido de rosas que colgaba de la puerta del baño, preguntándole al Espíritu Santo si debía llevarlo conmigo.

Mientras lo observaba, comencé una conversación en voz baja, conmigo y con Dios, en la que reflexionaba sobre la chica que seis meses atrás lo había comprado. Solo habían pasado seis meses, y, sin embargo, la Evelyn de mayo estaba a años luz de la que ahora lo contemplaba. En medio del soliloquio, le hablaba a mi Padre celestial sobre todos los sueños que había depositado en aquel pedazo de tela, la emoción y la ilusión que me impulsaron a comprarlo, y hasta, sin querer, le atribuía a Él la decisión de probármelo. Es gracioso, y algo doloroso, cómo muchas veces, por el deseo desesperado de sentir que todo está siendo guiado por Su mano, justificamos nuestras emociones y elecciones como si Él hubiese estado detrás de cada impulso. Pero como alguien me dijo hace poco, caminar con Dios es una curva de aprendizaje... y aprender duele.

Sin embargo, en esa conversación entendí que aquel vestido no era un simple vestido. No era solo un símbolo de una "promesa". Era una representación de la estación en la que estaba... y del umbral de la nueva estación que estaba por comenzar. De una forma extraña, el vestido me recordaba cuánto había crecido en Su presencia, cuánto había madurado espiritualmente, cuánto había sanado. Y en medio de esa contemplación, el Espíritu me llevó a recordar una de las primeras palabras que me dio, esa que por mucho tiempo repetí sin entenderla del todo:

“Primero debes ser plantada en mi presencia”.

En ese momento, lo vi claro. Aquella promesa no era un destino inmediato, ni una recompensa rápida por mi obediencia. Era una invitación a morir primero. A dejar de intentar florecer sin raíces. A dejar de correr antes de ser sembrada. Lo que no comprendía en aquel entonces es que cuando una semilla es plantada, lo primero que hace es morir. Morir a lo que era, a lo que conocía, a su forma anterior. Solo así puede echar raíces profundas en la tierra. Solo así puede comenzar a crecer de verdad.

Y oh, cómo duele morir a nuestras formas.
Cómo duele soltar lo que nos era familiar.
Cómo cuesta dejar lo conocido para que nazca lo eterno.
Cómo duele rendirse, no una vez, sino cada día, hasta que el yo mengua y Cristo crece.

Pero así es como obra nuestro Padre. Él no busca rendimiento a medias, busca rendición completa. No exige perfección, pide entrega. Y aunque el proceso es duro, lleno de lágrimas, de silencios largos, de frustraciones internas, fue justo ahí donde mi corazón, como semilla, fue quebrado y enterrado en tierra fértil. Porque Su presencia es esa tierra: húmeda, profunda, viva. Y en ese suelo, con el tiempo, empecé a echar raíces. Raíces en Su Palabra, en Su carácter, en Su voz. Aprendí a quedarme. A dejarme cuidar. A callar cuando quería gritar. A adorar cuando no sentía. A creer cuando no entendía.

Aquella noche entendí que el vestido no representaba tanto "la promesa" que esperaba… sino el proceso que me plantó. Las flores no eran un símbolo del “cumplimiento”, sino una celebración silenciosa de todo lo que ya había brotado dentro de mí. Un altar levantado con lágrimas, con luchas, con rendición, con encuentros reales con Aquel que me ama más de lo que yo misma sé amarme.

Ese vestido era, es, una señal de que el tiempo de plantación está dando paso a un tiempo de crecimiento. Que la semilla ya no está enterrada, sino que empieza a empujar la tierra con fuerza, buscando la luz. Que ahora, lo que me toca, es seguir creciendo… para florecer.

Y ahí lo comprendí:
La promesa nunca fue el centro.
La promesa nunca fue lo más importante.
Lo esencial siempre fue Él.

El premio no era una meta humana, ni un sueño alcanzado. El premio siempre fue Jesús. Su presencia. Su palabra. Su compañía. Su amor constante. El verdadero cumplimiento era este: reconstruir mi relación con Él hasta llegar a ese punto donde, incluso si lo que creí escuchar nunca se cumple como pensé… no me importa. Porque ya lo tengo a Él. Porque Él camina conmigo. Porque solo Él me llena, me sostiene, me define y me satisface.

Ahora entiendo lo que quiso decirme cuando me susurró: “Déjate sorprender por mí este verano…”. La sorpresa no era un evento externo. La sorpresa era esta: ver cómo la semilla plantada en secreto empezaba a romper la tierra. Ver cómo, sin darme cuenta, había empezado a germinar.

Hoy, esa semilla ha salido.
Hoy solo le toca crecer.
Y crecer.
Y florecer.
Y florecer...


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