
¿Eres Jonás?
Date Published
Sin temor a confesarlo, reconozco que en mi caminar con Dios he sido Jonás demasiadas veces. Al principio, diría que siempre. En aquellos primeros días, semanas y meses, afirmaba con convicción, y todavía lo hago, que Jonás era mi profeta favorito. Había algo en mí que se alegraba al descubrir que alguien, como yo, se atrevía a cuestionar a Dios y a huir en dirección contraria a lo que Él había mandado.
Me resultaba incomprensible leer sobre personajes bíblicos que, al escuchar la voz de Dios, obedecían sin un solo reparo. ¿Cómo podían hacerlo? Mi mente luchaba por asimilarlo, y a la vez se maravillaba al ver una confianza tan radical. Yo pensaba: “¿En serio? ¿Ni una sola objeción? ¿Pero por qué?”
Con el tiempo comprendí que no era casualidad que la obediencia se convirtiera en el área donde mi Padre celestial comenzó a procesarme. Ha sido un año completo de aprendizajes duros, como si estuviera empeñado en formar en mí cada fruto del Espíritu. Y duele. Porque cuando es Dios quien enseña, lo hace con ternura, pero también con determinación. Saca a la luz lo escondido en el corazón, no para condenar, sino para sanar y liberar. Y aun así duele.
Sí, soy Jonás. Como él, muchas veces supe lo que el Espíritu Santo me pedía hacer o dejar de hacer, y aun así me resistía. O intentaba hacerlo a mi manera. Porque, ¿por qué debía ser a Su manera y no a la mía? ¿Por qué tenía que aprender a esperar? ¿Qué de malo tiene querer tener el control?
Luchaba constantemente con Dios. No entendía por qué insistía en arrancar de mis manos aquello a lo que me había aferrado durante tanto tiempo: mis miedos, mis ansiedades, la ilusión de control sobre cada detalle. Me sentía como si me dejara con las manos vacías. Y en mi rebeldía, no lo comprendía.
Aún recuerdo la primera vez que leí el libro de Jonás y cómo sonreía al ver que, incluso después de haber obedecido a Dios, seguía cuestionándolo. Me decía: “¡Exacto, muy bien! Porque… ¿por qué hay que obedecerte en todo?” En mi inmadurez espiritual no me daba cuenta de que, de manera muy sutil, Dios me estaba mostrando el verdadero estado de mi corazón. Y no ha sido sino hasta ahora que puedo preguntarme: “¿Por qué me producía tanta alegría ver cuando alguien cuestionaba a Dios? ¿Qué decía eso de mí? Y, sobre todo, qué decía eso de mi cercanía y conocimiento sobre Su carácter.”
Según fui avanzando en mi caminar con Dios, mis preguntas y peleas quizá no cesaron, pero la velocidad con la que respondía a Su llamado sí había cambiado. En mis batallas con Él descubrí que, sin importar cuánto le peleara, dudara o cuestionara, siempre estaba ahí, listo para escucharme. Poco a poco comprendí que ninguna de mis dudas lo escandalizaba. Descubrí que no es un Dios ansioso de castigarme, sino un Dios deseoso de tener cercanía conmigo. El problema no eran mis dudas ni mis rabietas (que fueron/son demasiadas, para ser honesta), sino lo que hacía con ellas: si las usaba como excusa para alejarme, o si las llevaba a Su presencia para que Él ordenara mis pasos.
En estas últimas semanas he comprendido que nuestra resistencia revela cuánto confiamos y conocemos realmente a Dios, cuánto sabemos de Su carácter y cuánta dependencia verdadera tenemos de Él. La Palabra dice que la voz de Dios vino sobre Jonás y le ordenó que fuera a Nínive a anunciar el juicio del Señor. Pero Jonás se levantó y partió en dirección contraria (¡go, Jonah!). Viajó al puerto de Jope y encontró un barco que lo llevaría a Tarsis, que en aquel tiempo era el lugar más lejano conocido desde Israel. ¿Cuál era su intención? El texto lo dice con claridad: “esperaba escapar del Señor”.
La imagen es casi caricaturesca: un profeta del Señor intentando huir de Su presencia. Jonás, como profeta, conocía la Ley y las obras de Dios a favor de Israel; seguramente había experimentado Su presencia y conocía Su carácter. Y aun así, allí estaba, tratando de escapar. Eso me deja pensando. Cuando caminamos ignorando la voz de Dios, seamos honestos: no obedecer es caminar en dirección contraria a Él. Y mientras más nos alejamos del lugar donde Él nos quiere, más distancia colocamos no solo entre lo que Él desea para nosotros y nuestra vida, sino entre nosotros y Su misma presencia.
Poco a poco comenzamos a olvidar Su carácter: que Él es todopoderoso, omnisciente, y que no existe ningún rincón donde podamos escondernos. Y aun así, nuestra alma inmadura insiste en convencerse de lo contrario: que hay cosas que podemos ocultarle, que hay áreas que podemos quedarnos para nosotros, cuando la verdad es que si seguimos sosteniendo aquello que se nos pidió soltar, si seguimos aferrados a lo que creemos importante, lo que hacemos es rendirnos a medias. Y nuestro Dios es un Dios celoso por Sus hijos: espera rendición absoluta, dependencia absoluta, y no un caminar tibio y ambivalente que cambia según dicten las emociones y las circunstancias.
Jonás, aun caminando en rebeldía, se encontraba dormido en el barco, en medio de una terrible tormenta. Eso me dice que cuando apagamos Sus advertencias y empezamos a racionalizar el porqué lo hacemos, poco a poco nos vamos sintiendo cómodos en ello. Yo he estado ahí. Hace casi veinte años decidí alejarme de Dios, después de haber caminado con Él por tres años. Y déjame decirte: sí, es un lugar desolador cuando te acostumbras y te resulta cómodo caminar con oídos sordos a Su voz, como si manos invisibles intentaran silenciar lo que no quieres escuchar.
Ahora pienso que la tormenta no fue el castigo de Dios sobre Jonás, sino Su misericordia. Un recordatorio de Su gracia. Una sacudida para despertar del adormecimiento y recordar a quién servía. Podríamos discutir que Jonás tenía razones muy lógicas para resistirse a la voz de Dios. Yo lo he hecho por razones de mucho menos peso. Pero debemos tener cuidado de no entrar en el juego de racionalizar nuestro pecado, de buscar excusas para lo que sabemos que está mal.
La tormenta, si bien fue usada por Dios para despertar a Jonás de su adormecimiento espiritual, no deja de recordarnos que muchas de las tormentas que atravesamos son provocadas por nuestra propia rebeldía. Nos quedamos atrapados en medio del vendaval porque nos rehusamos, una y otra vez, a doblegar nuestra voluntad a la de Dios.
Entonces dime: ¿cuál es esa resistencia que sigues racionalizando y aún no entregas por completo en la presencia de Dios? ¿Cuánto tiempo más piensas justificarla? ¿No te das cuenta de que, mientras más tardas en rendirla y permitir que Él moldee lo que quiere moldear en ti, más prolongas la tormenta? Porque las tormentas no siempre son castigos; muchas veces son llamadas de amor, recordatorios de que un Dios que todo lo ve sigue persiguiendo tu corazón.
Podemos cerrar los oídos, podemos huir a Tarsis, podemos dormir en medio del vendaval… pero Su voz siempre será más fuerte que nuestras excusas, y tarde o temprano nos alcanzará. El mismo Dios que permite la tormenta es también el Dios que la calma, y es el Dios que despierta a sus hijos para salvarlos.
Comentarios
Cargando comentarios…